miércoles, 5 de septiembre de 2007

CAPITULO I

Carcarañá, una ciudad recién fundada. Está situada a la derecha del río que le da su nombre y como límites tiene a otras recientes poblaciones como Lucio V. López al norte, San jerónimo Sud al este, Correa al Oeste y Pujato al sur.
Corre el año 1870 y el auge de la inmigración no tarda en llegar a Carcarañá con mayoría de suizos, franceses y en menor medida italianos, atraídos por los beneficios ofrecidos por la nación hacia los colonos europeos para difundir la agricultura.
Quedando a más o menos una legua de la Iglesia , en un poblado con manzanas grandes y calles de tierra y grava me encuentro yo en una choza hecha de ladrillos y barro con techo de madera a dos aguas y de unos pocos metros; a mi alrededor estancias y campos cedidos a la población por los terratenientes de Santa Fe a hectáreas de distancia unos de otros. Yo soy, o por lo menos como me conoce la gente, Don Hermand Roussel, hijo del ya fallecido Feliciano A. Roussel, conocido carpintero italiano.
A solicitud del señor Podestá, mi vecino, que me pide que diga algo referente a aquel hecho que se ha dado en llamar “los linchamientos de Carcarañá” ; acontecimiento que en su época tuvo gran resonancia, no solo aquí sino también en el extranjero, pues varios diarios de algunas capitales europeas se hicieron eco de este hecho.
Ya han transcurrido varios años, fue en el año 1893. La memoria no puede retener los días y fechas con la exactitud cronológica deseadas, los actos y hechos sea dicho de paso no tienen nada de agradable a recordar. Pero es un hecho que quedo archivado, no hay dudas, “en la historia de los grandes crímenes”. El linchamiento de los hermanos Monsalvo en Carcarañá da un ejemplo de lo que es capaz un pueblo cuando la indigencia colma la medida.